LA SONRISA PUEDE CON TODO

Hace un año y medio que nuestras vidas cambiaron por la Pandemia. Las primeras semanas las vivimos con mucho miedo. Incertidumbre es la palabra. Nos descolocó a todos y sobre todo nos entro un gran miedo.

La muerte estaba presente como nunca.

Pero teníamos que seguir VIVIENDO.

En mi vida fue un cambio radical, de vivir los últimos años recorriendo el mundo y viviendo en diferentes continentes a estar cada día en el mismo lugar.

Y allí surgió una creación que nunca pensé que ocurriría, si estaba en mi mente, pero no sabía cómo afrontarlo.

La de escribir un Libro.

Y al necesitar viajar, escribí mi propio libro “Aprender de la nada, para tenerlo todo” un  libro sobre mis vivencias de 20 años recorriendo el mundo.

Aquí os dejo el primer capítulo de mi primer viaje a la INDIA. (Puedes comprar el libro en este link:

www.amazon.es/Aprender-nada-para-tenerlo-todo/dp/8413744636

LA SONRISA PUEDE CON TODO 27 ENERO DE 2001

12.14h Anantapur (India)

Tenía 24 años cuando hice mi primer viaje. Nunca había ido en avión y el primero en el que embarqué me llevó a la India de Vicente Ferrer. ¡La India! En este territorio pobre y mágico encontré el camino de mi vida, mi felicidad: fotografiar a seres humanos, a todos aquellos que, como yo, sufren y gozan en cualquier parte del mundo la experiencia de vivir.

Un año antes, siendo mozo de almacén en una tienda de fotografía, me había acoplado a la rutina diaria de ordenar cajas, ir al laboratorio a buscar los carretes revelados (en aquella época, analógicos).

Las últimas horas del día, las dedicaba a entregar los pedidos, en sus correspondientes sobres, a los clientes y atenderlos. Pero en medio de esta monotonía, entre cliente y cliente, encontré la cámara réflex. No sabía manejarla, así que hice uso de los manuales de instrucciones. Empecé ojeándolos y más tarde me dediqué a estudiarlos con afán. Así empezó todo: una nueva ruta que me llevó a un cambio en mi vida.

Mi primera cámara, regalo de mi abuelo, fue una Nikon F-70. Con ella hice mi primer curso de fotografía básico en la asociación fotográfica de mi pueblo, Foto Film Calella; fueron mis primeros pasos en el mundo de la creatividad, de ir más allá de lo que mis ojos ven, transcendiendo a lo inefable del espíritu del arte.

El siguiente paso fue vincularme como monitor en esta asociación. Al enseñar a otros jóvenes, aprendí yo más, especialmente en la realización de fotografías en blanco y negro.

Con las primeras ganancias en el arte de enseñar y, sobretodo, de contagiar esa pasión que yo tenía, pude comprar una ampliadora y montar un estudio fotográfico en casa de mis padres. La pasión por la fotografía encendió mi vida definitivamente; ya no habría vuelta atrás, había encontrado mi camino, mi estilo de vida.

En mi pueblo, Calella de la Costa, cerca de mi casa, viven algunos familiares de Vicente Ferrer y existe entre las gentes de allí una gran admiración por la obra que realiza con los más pobres de la India. Había escuchado a mi familia hablar de él. No es raro, por tanto, que en la Asociación en la que participaba propusieran hacer un viaje a este país para conocer su obra.

Fue un sueño: podría volar, recorrer la tierra, conocer otros espacios, otro continente, otras gentes, otros mundos, otras ilusiones, otros intereses vitales más allá del Barça o de la amistad con un grupo de amigos. En aquella época sin Internet, la vida se sentía reducida. Yo tenía ansias de volar, de salir del rincón que me vio nacer, de extenderme con mi Nikon F-70 por todo el planeta. Así que salí de mi entorno, de mi zona de confort, de mi hogar y del cariño de los míos (“¿Qué se te ha perdido allá a ti?” – me decía mi madre).

Pero yo no tenía miedo de nada. Sólo quería y quiero descubrir qué hay en el mundo. Quiero ver y aprender y, sobretodo, quiero VIVIR.

Y así fue, dicho y hecho, el 25 de enero del 2001 volé bien arriba hacia la India de Vicente Ferrer. Vuelo “amunt, amunt”, tal y como decimos los catalanes.

La finalidad del viaje que nos propuso Foto Film Calella era realizar un reportaje fotográfico entre todos los compañeros para mostrar la obra de Vicente Ferrer y recaudar dinero que iría destinado a alguno de sus proyectos. Durante 15 días debíamos realizar reportajes sobre diferentes áreas en las que trabaja: sanidad, agricultura, escuelas, discapacidad, mujeres, microcréditos…etc.

Los dos primeros días experimenté una auténtica locura de emociones y sensaciones. Me despertaba por las noches y, en mi mente, aparecían rostros de personas de todas las edades, algunas sonrientes, otras que expresaban enorme tristeza. Me admiraba la calidez de sus sonrisas y ese mundo de colores que les rodeaba: rojos, naranjas, amarillos… tan cálidos como ellos mismos.

El 27 de enero estábamos haciendo un reportaje en medio de una calle sobre una familia que trabajaba en la cerámica, cuando noté que alguien se me iba acercando lentamente por la espalda. Puso su mano en mi hombro. Lo miré. Era un hombre tapado con una manta que le cubría desde la cabeza hasta las rodillas. Era mediodía. El sol estaba en su cenit y las caras se cubrían de sombras. La calle era de arena y piedras; había andamios pobres para construir casas pobres, las gentes trabajaban o deambulaban. Pero todo quedó emborronado en mi vista. Sólo permaneció en mí algo que nunca he podido olvidar: su mirada.

No perdí de mi vista sus ojos. La comunicación entre ambos fue larga porque ellos me hablaban, me enseñaban lentamente, poco a poco, profundamente, su interior. Nos hablamos sin palabras, en una conversación profunda de mutuo afecto y respeto.

Yo llevaba dos cámaras colgadas en el cuello y un chaleco con los objetivos y flashes. Él sigue tapado con su manta. No noté nada en su cara, sólo lo miré y seguí mirándolo.

De repente se alejó un poco, un par de metros, y con la mirada me dijo: hazme un retrato.

Todo me viene al presente: cojo una de las cámaras que sostengo en mi cuerpo. En una llevo carrete de color, en la otra, en blanco y negro. No pienso en cuál utilizar porque sigo con su mirada y él con la mía. Me pongo el visor en mi ojo izquierdo. Enfoco a sus ojos, calculo la luz para poner una exposición correcta. Subo la velocidad porque venía de una zona oscura y me da daba sobreexpuesto al cambiar de zona solar. Cuando intento poner bien el diafragma, el hombre abre esa manta que le cubre todo el cuerpo y disparo, disparo a su rostro. Mi cerebro está centrado en él, todas mis emociones, todas mis sensaciones, todo el universo está centrado en la cara de ese hombre. Sigo concentrado en su mirada. Pero no puedo dejar de mirar el resto del cuerpo y entender que esas heridas que tapaba con la manta son lepra. Dejo caer el peso de la réflex en mi pecho. El cuello nota el golpe de la cinta de la cámara. Me derrumbo un poco y me voy caminando con la cabeza baja hacia no sé dónde. Me quedé en shock.

Recuerdo ligeramente que algún compañero me llamaba, pero era como si todo fuera a cámara lenta y casi sin sonido, como en las películas cuando pasa algo heavy y se ralentiza la vida.

Camino lentamente; de hecho todo va lento: la vida se para, el mundo se para, me paro yo en ese mismo instante. Es la primera vez que me pregunto cosas serias. Siento que mi vida cambia en ese mismo instante. Ese golpe, los golpes son la madurez de la vida. Pienso mucho y no pienso en nada, sólo sé que existe mi vida y la vida de otros que no son iguales a mí.

Mientras me pasan todas estas sensaciones por mi cabeza, noto la presencia de ese hombre de la manta, el hombre de la mirada directa a mis ojos, ese hombre al que miro y me mira, sobre el que siento acercamiento, empatía, respeto e, incluso, amor. Nos miramos mutuamente un minuto, pero parecen horas. Esa mirada que me da tanta PAZ no la puedo ni la podré olvidar.

Noto que se acerca a mí con esa sonrisa que nunca deja de esconder. Se arrodilla y me besa los pies diciendo: NAMASTE. Se levanta con mi ayuda y, de nuevo, nos ponemos uno delante del otro; seguimos con las miradas directas y, con voz suave, le digo: NAMASTE

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