Leyenda de los barcos fantasma. La Haya, Holanda.

Leyenda de los barcos fantasma. La Haya, Holanda.

Las historias clásicas de barcos fantasmas nos acompañan ya desde mediados y fines del siglo XVIII.

La más famosa de ellas es la del Holandés Errante, fue publicada en 1821 en una revista británica dando pie, en 1832 a un relato escrito por August Jal, de origen escandinavo y tiempo después, el gran Richard Wagner la inmortalizaría definitivamente en la ópera Der Fliegende Holländer (El Buque Fantasma).

Cuenta que El Holandés Errante, un buque de varios mástiles y amplio velamen, navegaba por la zona del Cabo de la Buena Esperanza cuando fue sorprendido por una tremenda tormenta.

La tripulación le solicita al capitán buscar refugio en el puerto más cercano. Este se niega. Se burla de sus marineros y declara no temer a nada ni a nadie.

La tempestad empeora y el capitán reta a que Dios hunda su barco. En ese momento, una figura luminosa aparece en cubierta. Todos en el barco tiemblan de terror en tanto que el capitán saca una pistola y le dispara gritando:

¿Quién quiere un viaje tranquilo? Yo no. No te pido nada. Desaparece o te vuelo los sesos».

La misteriosa forma le lanza la siguiente maldición:

Hiel será tu bebida y hierro candente tu comida. De tus tripulantes sólo conservarás un grumete, al cual le nacerán cuernos, tendrás hocico de tigre y piel de perro marino. Y como te agrada atormentar a tus navegantes, serás su azote, pues te convertiré en el espíritu maligno del mar y tu buque acarreará la desgracia a quien lo aviste.

Entonces el Holandés Errante se transformó en sinónimo de malos augurios, desastre y muerte.

Decían que verlo atraía el infortunio.

Que los barcos encallaban en bajíos inexistentes, o quedaban varados por calmas chichas en pleno océano, condenando a la tripulación al hambre y la sed.

A las anteriores calamidades se les agregó la extraña capacidad que el buque fantasma tenía de anunciar su llegada, agriando el vino y pudriendo el agua y las legumbres de las bodegas; alterando a su antojo su apariencia (para engañar a las víctimas) y, en ocasiones, acercarse al costado de los barcos entregando cartas a los marineros.

Claro que, si alguien las leía, el navío jamás regresaba a puerto.

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