Acabo de registrarme en un hotel cercano al puerto.

Esta vez traigo conmigo una camiseta que no me pertenece, pero me aseguraré de que quedé próxima al lugar del crimen. Se trata de implicar a otro hijo de puta de Alicante, que le gusta maltratar a los animales.

Ese será su castigo. Espero que cuando esté dentro de la cárcel alguien lo ponga a cuatro patas y le desgarre el culo hasta la espalda. En el punto de mira tengo a otro desalmado: él ha hecho que conozca la bonita ciudad trimilenaria.

Se llama Alberto Calamari. El muy cabrón fue portada en todos los diarios de España. Todas las televisiones hablaban de la desaparición de Inés Murallas.

Alberto se cargó a la chica, era casi una niña. Después de cuatro años de burlas, el tipo sigue en libertad, mientras los padres siguen luchando para recuperar el cuerpo de su hija. Durante todos estos años, el tal Alberto ha estado viviendo en Portugal a sus anchas, amparado por nuestra sabia justicia.

Me consta que ha regresado a Cartagena, la ciudad donde sucedió todo.

Es por ello por lo que estoy aquí.

—Buenos días. ¿Qué desea tomar?

Miro a la simpática camarera que se apresura a retirar de la mesa el servicio anterior. Tanto pensar me ha abierto el apetito.

— ¿Qué me recomiendas? —le pregunto.

— Le traigo la carta ahora mismo.

— No, no quiero ver los menús —interrumpo su escapada de la terraza

— Dame a probar algo típico de esta ciudad. La chica me sonríe. Es monísima. Joven, morena, no pasará de los veinticinco.

—Hecho. Le traigo unas marineras, unos “michirones”, un caldero, y de postre un asiático con un suspiro —recita del tirón.

—Vale— acierto a decir. Lo de las marineras resultaba entendible, sobre todo en una ciudad de puerto, pero comer “michirones”, o un asiático… que me aspen si sé lo que es eso.

No quería reírme, pero me imaginaba la cabeza de un chino dentro de una copa llena de bolas de nata y chocolate.

El postre me hizo recordar el incidente de Barcelona.

Estaba lavándome las manos en los lavabos de la estación de Sans, cuando un hombre se puso a mi espalda con la intención de robarme. Me percaté perfectamente y me preparé para el ataque.

Eso me salvó. Llevaba un cuchillo bastante grande que pegó a mi costado. Le di mi cartera, pero su avaricia le provocó un instante de distracción que me brindó el tiempo justo para ponerle una pistola en la boca.

Logré reducirlo sin mucho esfuerzo y lo metí conmigo a uno de los baños. Durante un buen rato introduje repetidamente su cabeza en el váter.

A aquel no me lo cargué, le perdoné la vida porque me devolvió la cartera. Eso sí, le rompí algunos dientes. El tío salió huyendo del lugar apartándose a manotadas la sangre y la mierda de su cara.

La camarera no tardó en regresar. Depositó sobre la mesa todo lo que llevaba en la bandeja. Las marineras resultaron ser unas rosquillas llenas de ensaladilla y adornadas con una anchoa, por cierto, buenísima. Los “michirones” eran habas secas, guisadas.

No sé como algo tan sencillo puede resultar tan delicioso. El caldero, un estupendo arroz caldoso, como indica su nombre, que se acompañaba con una rodaja de pescado y con ajo. El asiático… ¡Era un café!

Juro por Dios que jamás había probado algo tan estupendo y suculento.

El suspiro de merengue dio paso a una historia que desconocía. El pasodoble Suspiros de España llevaba el nombre de ese dulce tan típico cartagenero debido a que, a pocos metros de donde yo estaba, en la calle Mayor, el maestro Álvarez Alonso había compuesto el mítico pasodoble.

Mira por dónde, me estaba gustando Cartagena, sus gentes, sus historias, su comida… y la camarera.

De regreso al hotel, casi de pasada, leí sobre el cristal de un establecimiento que había una presentación literaria.

En Cartagena todo está relativamente cerca. Después de un par de horas y una buena y relajante ducha, me dirigí a la librería.

Me conviene mezclarme en actos cotidianos, culturales; eso me hace tan visible como oculto. No negaré que algo revoloteaba en mi estómago, y precisamente no eran mariposas enamoradas.

¡Fuera nervios! Había tanta gente que nadie iba a reparar en mí. La autora es joven, al parecer, ya lleva unas cuantas publicaciones, algo así como una saga familiar.

Me hacen gracia las preguntas del público. Qué poco originales pueden llegar a ser. Agarro un libro para que me lo firme. Me fijo en la cubierta.

Yo, Galeno (tercera parte) 1

Me parece pobre; no es de las que llama la atención.

— Su nombre, por favor— pregunta la escritora.

—Luis Enrique— miento como un bellaco. Mi nombre real es Francisco Serrano, pero qué más da.

— Gracias por venir, deseo que le guste.

La chica parece encantadora; algo tontina también. Hace algunos garabatos que tendré que descifrar Odio que destrocen las dedicatorias.

Claro que algunos compañeros míos se vengan con las recetas. Espero que compense la historia.

Aún no puedo juzgarla como escritora. Leo bastante. No es la primera cara bonita que me decepciona con la pluma.

El pánfilo que está sentado a su lado es su editor. Su aspecto descuidado le hace flaco favor. El tipo ha vendido la novela a la altura de un premio Planeta. ¡Qué digo, Planeta! ¡Esos se dan a dedo, como casi todos!

Me choca el título; y más aún el nombre de la editorial. «La casa del precinto rojo, de Meli Cortijo. Editorial Esperanza».

Aquello parecía más un libro religioso. Salí con la novela entre las manos antes de las clásicas fotos.

Alguien lanzaba flashes de aquí para allá, y aproveché un revuelo para colarme entre dos cotorras, amigas de la escritora, que acapararían todas las imágenes.

Busqué un lugar tranquilo donde poder sentarme para ojear el libro en cuestión.

Me acomodé frente a una iglesia, junto a una famosa literata ya fallecida: la estatua de Carmen Conde me acompañaba en mi lectura.

Me gusta cómo empieza la novela. Me fascina que cualquiera de nosotros pueda morir, incluso tan pronto como mañana, y que el otro no tenga ni puta idea del hecho.

Al tipo de la historia debió de ocurrirle lo mismo. Como no podía ser de otra manera, la trama va de asesinatos. Han matado a una persona dentro de su coche. El médico forense narraba a la policía que el fallecido recibió cuatro disparos en el lado izquierdo de la cara y el cuello.

Me imaginé a mí mismo siendo el brazo ejecutor de esa historia. Alberto Calamari estaba sentado en el coche a las puertas del centro comercial. El muy imbécil es el peor vestido de la ciudad.

Una raída chaqueta vaquera y pantalones ajustados de cuero.

El cuerpo de Calamari se encontraba caído sobre el asiento del pasajero. La sangre se había derramado empapando toda la tapicería.

Dentro del automóvil se olía a pino, a uno de esos árboles fragantes que cuelgan del espejo retrovisor, de los que te suelen regalar cuando vas a lavar el coche.

Después de dos capítulos, cerré el libro. La historia era interesante. En cambio, el detective me parecía algo flojo detallando el informe, poco creíble; me estaba decepcionando. Un buen policía es capaz de distinguir, escuchar una conversación y juzgar la credibilidad de un orador por el matiz de su voz.

Un buen detective sabe distinguir la verdad mientras interroga por el vecindario. O yo estaba cansado o mis sospechas harían que libro quedara olvidado en algún banco del parque.

De camino al hotel iba pensando si todo aquello era fruto de la casualidad.

La presentación del libro se llevó toda mi atención sobre el resto de la noche. Intentaba comparar a los detectives de la historia con los policías reales a los que conocía.

¿Dónde encajaba yo?

¿En la parte real o en la irreal?

Pedí que me subieran la cena a la habitación del hotel. Descorrí las cortinas. Las vistas eran privilegiadas; la noche estaba en calma.

Tenía frente a mí las luces parpadeantes de los dos faros que dan la bienvenida a todos los buques que entran a la bahía de Cartagena. No sé por qué, pero me quedé dormido pensando en la sonrisa de aquella camarera que me sirvió la comida a los pies del Teatro Romano.

Tuve un sueño muy raro. Nunca he soñado con la gente que he matado. Ni siquiera con la que planeo matar.

En cambio, recuerdo perfectamente la imagen de Alberto Calamari, atado sobre una camilla de metal. La boca amordazada y los ojos dilatados por el miedo.

Saqué un bisturí y empecé a cortar trozos de su carne. Saboreaba cada grito, cada salpicadura de sangre sobre mi bata. Iba a confesar dónde estaba enterrada Inés Murallas cuando desperté.

Por la tarde intentaría llegar hasta Alberto. Sabía perfectamente que al asesino de Inés le gustaban las peleas de gallos. Podría localizarlo en Lo Campano, un mal barrio de la ciudad donde las drogas y las pistolas están presentes a diario. Nunca imaginé que sería tan fácil controlar mis impulsos, nunca llegué a pensar que la idea de matar sería tan fácil como elegir un pantalón o un menú del MacDonald.

La idea de tener frente a mí al tal Alberto no me afectaba en absoluto. Llegué al barrio de Lo Campano andando.

Más arriba estaba el cementerio de los Remedios. Un lugar enorme, muy querido y valorado por la ciudad.

Nadie se fijaría en mi indumentaria, en mis bastones de caminar, calzón corto y camiseta. Me camuflé con otros deportistas que seguían la misma ruta que yo. Ese fue mi primer contacto con el barrio, con Alberto Calamari.

Durante días estudié la zona, evalué a Alberto.

Era como todos: fanfarrón, despreocupado, fácil de cazar.

Estaba organizando una pelea de gallos donde lloverían las apuestas. No me despedí de Cartagena hasta saber la fecha exacta. Esa sería la carnada perfecta para atraer al alicantino maltratador de animales y cargarle el muerto.

Me despedí del hotel y salí con mi maleta hacia la estación de trenes. Opté por las vías.

La combinación de autobús era malísima, pese a la cercana costa alicantina. Ya tenía el plan trazado, solo necesita marionetas, en este caso, actores que me ayudaran a llevar a cabo mi plan.

De nuevo me registré en un hotel, cerca de la bulliciosa estación de trenes de Alicante.

Tras varios días de indagaciones, localicé a Paco Cervantes en San Vicente del Raspeig (¡qué poco le favorecía el apellido al hijoputa!).

Estaba jugando a las cartas con varios tipos en un solar rebosante de botes vacíos de cerveza. Esa sería la primera parada del día.

Después de comer frecuentaba un bar junto al centro de salud. Poco más tarde, lo vi trapichear con bolsitas de pastillas junto a la universidad. Era lógico, un tipo así se involucraba con todo lo peor.

Yo, Galeno (tercera parte) 2

Incluso conmigo, sin saberlo, se estaba convirtiendo en protagonista de su propio fin. En esa universidad también había Escuela de Teatro, eso fue un valioso punto a mi favor.

—¡¡Doctor, doctor!! —el zarandeo de mi hombro me sacó del sueño

— ¡¡Hay nueve casos más!! ¡Sé que está cansado, pero necesitamos su ayuda! Abrí los ojos con un dolor de alma inmenso. Desperté a la realidad, a los miles de muertos. Aquella otra guerra era cuerpo a cuerpo.

 ¡Maldito Covid-19!

Lola Gutiérrez.

https://lolatercera.wixsite.com/escritora

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